Del libro «Los pueblos de Franco. Mito e historia de la colonización agraria en España, 1939-1975», de Antonio Cazorla Sánchez (septiembre 2024). Galaxia Gutenberg. Páginas 126 y siguientes:
«Los años cincuenta y sesenta conformaron la edad dorada del INC [Instituto Nacional de Colonización]. Pero en medio de esta gloria apareció la primera crítica seria a todo el programa. No vino de la oposición, destrozada o exiliada, ni de abajo, pues los campesinos bastante tenían con sobrevivir a la miseria diaria, sino que vino del futuro, o, dicho de otra manera, del mismo proyecto de modernización capitalista emprendido por el régimen después de la adopción del Plan de Estabilización en 1959. De lo que se trataba ahora no era de traer un poco de justicia social al campo y retener población, sino de producir más por menos para los mercados, nacionales y mundiales, de mecanizar explotaciones óptimas y de expulsar a la población rural sobrante a las ciudades o a la emigración en Europa. Era, ni más ni menos, el denostado ultraliberalismo que tantas noches en vela había causado a los pensadores agrarios de la dictadura. Los nuevos vientos se podían oír en todas partes ─aunque el INC y el propio dictador, en su caso más de pasada que con convicción, siguiesen hablando con el lenguaje del pasado, inaugurando nuevos pueblos, canales y presas─, pero la voz que dictó el catecismo de la economía española fue el Banco Mundial, cuyo informe de 1962 dejó muy claro cuáles eran los problemas existentes, cómo corregirlos y, eso ya no lo dijo tan claro, quién había de pagar la factura del cambio. No era una voz subversiva ni mucho menos, sino todo lo contrario, pero para el INC el Banco mundial ofreció un cáliz muy amargo:
La política de regadíos constituía una dispersión de las inversiones que el Banco Mundial censuraba, por lo que proponía que los recursos se concentrasen en menos proyectos de transformación agraria. La crítica se extendía a la combinación de «obras de riego con la colonización y el desarrollo regional, creándose nuevos poblados en lo que habían sido virtualmente terrenos baldíos». Censuraba, de manera aséptica pero clara, el despilfarro, por un lado, y, por otro, el desvío de grandes masas de capital hacia los terratenientes:
Estaba además la cuestión de que intentar asentar a familias en nuevos regadíos iba en contra de las tendencias demográficas, y en particular del fenómeno migratorio, que ya era muy intenso: «Hay que considerar también el factor tiempo. Muchos de los planes coordinados tardarán bastante hasta que sean efectivos; entre tanto disminuirá el número total de personas dedicadas a la agricultura […]».
La furia contra el informe de apoderó del INC y sus aliados en el entramado del poder franquista. El otrora director del organismo y ferviente pronazi Ángel Zorrilla fue uno de los que lidió [sic] la carga de los indignados:
Como los economistas del Banco Mundial sabían muy bien, ni los grandes planes de regadío de Badajoz o Jaén, ni tampoco los nuevos pueblos de colonización, iban a conseguir detener la sangría demográfica del campo español. Los primeros en emigrar había sido los jornaleros, pero ya para los años sesenta les siguió el pequeño campesinado. La ideología procampesina del régimen se estaba desvaneciendo en su política real (aunque reaparecería en el discurso oficial) y era sustituida por la idea del desarrollo, sobre todo urbano e industrial. Atrás, sin que nadie lo explicara o se disculpase por nada, quedaban veinte años de autarquía y de sufrimiento tan enormes como inútiles de la población, que había sido condenada a vivir en la miseria tanto por los prejuicios del dictador como por los intereses de quienes le apoyaban. Las autoridades y el INC, siempre sobrestimaron los beneficios sociales y económicos de los planes de regadíos y colonización, mientras que ocultaron a quienes favorecían estos realmente. En 1961, el balance oficial de los efectos del Plan Jaén, lanzado en 1953 y que debía transformar a una de las provincias más pobres de España, señalaba que iba a crear 25 000 puestos de trabajo permanentes mediante el asentamiento de familias en explotaciones de tres a seis hectáreas y de trabajadores agrícolas a los que se les daría huertos familiares de media hectárea. Las cifras exactas de los supuestos beneficiados son muy difíciles de comprobar (datos recientes apuntan a unas 2000 familias con una media de 1,5 hectáreas), pero lo cierto es que la realidad social de Jaén, como la del resto de la región andaluza, siguió siendo dramática. En 1959 (esto es, veinte años después de la «Liberación de España»), la mortalidad infantil en la región era del 30 por mil, el analfabetismo sobrepasaba el 50% y en otros indicadores socioeconómicos se encontraba entre el 40% y el 50% por debajo de la media nacional, y esto en un país que, gracias a las políticas de Franco, ya había perdido al menos década y media de desarrollo en comparación con sus vecinos europeos. Los andaluces –no tenían otra alternativa– votaron con sus pies. […] En junio de 1951, cuando visitó la provincia, Franco dijo que Jaén le quitaba el sueño. Sin embargo, desoyendo la propaganda oficial, que les ignoraba, o las noches en vela del Caudillo, la gente se fue a Cataluña, a otras zonas del país o a Europa en busca de una vida mejor. Solo en la década de los sesenta emigraron 183 201 jienenses. En 1962, la provincia ocupaba el puesto cuarenta entre todas las de España en términos de renta per cápita. En 1967, Plan Jaén incluido, estaba en el puesto cincuenta, el último del país.»
Hasta aquí la larga cita del libro de Cazorla, catedrático de Historia en la Universidad de Trent en Ontario (Canadá). Añadamos un comentario por nuestra parte.
En los años 90, un director general de Ordenación del Territorio del ministerio Borrell (Obras Públicas y Transportes) proclamaba que «Invertir en agricultura es invertir en pobreza» en contra de los planes hidrológicos que se estaban elaborando en el mismo ministerio. El Plan Hidrológico Nacional de 1993 proponía una conexión mediante trasvases entre todas las cuencas hidrográficas de la península con destino fundamentalmente al riego, resolviendo al paso los problemas de abastecimiento urbano e industrial. Se ignoraba el argumento que todos los grandes trasvases que se habían realizado en diversos países de grandes volúmenes transportados a largas distancias con destino a la producción agrícola presentaban resultados económicos negativos para el país, aunque resultase beneficiosos para los receptores, asociados en potentes sindicatos en busca de capturas de rentas y dominio político. Como alternativa se presentaba dirigir las inversiones a los sectores industriales y de servicios. Así resultaba que desde el año 2000, la principal producción y exportación española –en términos económicos– la constituye el sector automovilístico. Por el contrario, el sector primario ha venido a representar últimamente menos del 3% del PIB empleando el 5% de la mano de obra (pagada en consecuencia menos que los otros sectores). Para presentar el panorama completo, también hay que indicar que la política Agrícola Común de la Unión Europea tiene una importancia creciente en la renta de nuestros agricultores, aunque con desequilibrios, pues hace pocos años los mayores perceptores de dichas ayudas eran la duquesa de Alba y Mario Conde. Como decía un funcionario que además tenía fincas en la Mancha: «Está feo que lo diga, pero con la PAC me estoy forrando».