Adolfo Suárez o el gran político de la transición democrática

Nuestra reflexión comienza con tres fragmentos del libro «Adolfo Suárez, ambición y destino«, de Gregorio Morán (primera edición, 2009). Ed. Debate. Quizá se trate de la biografía más incisiva[1] sobre uno de los grandes políticos de la historia de España, al que se le debe el milagro de pasar de una dictadura berroqueña de 40 años a una democracia homologable con el resto de Europa y, además, de forma pacífica y «consensuada» con la oposición. Continuaremos con las reflexiones después de leer los párrafos que permiten definir al personaje. Se avisa al lector, que los textos que siguen tratan de «política para adultos», como se acaba de titular un libro de otro expresidente del Gobierno español[2].

Pág. 90 y ss.
​12 de junio de 1976.

El Rey recibe en la misma audiencia a Alfonso Osorio [ministro de Presidencia] y Adolfo Suárez [ministrosecretario general del Movimiento]. El momento político es delicado: Arias [Navarro] está fuera de juego, sólo se trata de encontrar el momento más idóneo para cesarlo. Torcuato [Fernández Miranda, presidente de Las Cortes] lleva insistiendo sobre el Rey para que no demore más la decisión: la operación es clarísima, y ha llegado el momento de explicarla. Desde que Fernández Miranda se ha hecho cargo de la presidencia del Consejo del Reino, lo reúne cada quince días. Formalmente, lo hace para seguir los grandes proyectos políticos, pero la verdad es muy otra. El cese de Arias no tendrá éxito más que si se ejecute de una manera fulminante y con discreción, de modo que no permita a «los poderes fácticos» presionar sobre La Zarzuela impidiendo el cese. Exactamente esto fue lo que sucedió con la descabellada operación de López de Leto​na, llamada «Lolita». Para eso Torcuato está reuniendo cada quince días al Consejo del Reino, porque ese órgano debe «ser oído», según marca la Ley Orgánica, antes de cursarse el decreto de cese del presidente del Gobierno.

El Rey duda. Está convencido desde hace muchos meses de que Arias debe abandonar, pero no se atreve a forzarle. La situación es insostenible, y provoca tal perturbación en Juan Carlos, no acostumbrado a tomar decisiones tajantes, que llega a ponerse enfermo. El médico de Su Majestad no encuentra más motivo de sus dolencias que el nerviosismo. El Rey teme a Arias y al entorno de El Pardo que le atornilló a la presidencia del Gobierno. Cada quince días viene a plantearse el mismo problema, porque el cese de Arias deberá coincidir con las reuniones del Consejo del Reino, para evitar las grandes maniobras, y así nadie se extrañará de nada. Ni siquiera habrían de saberlo los consejeros hasta que estuvieran reunidos. Torcuato ha preparado un mecanismo de relojería que sólo tiene un escollo: la esfera del reloj deben verla el menor número de personas posible.

El Rey duda. Duda del momento y duda también del sucesor. Las alfombras de los palacios, fieles guardianes de secretos, nunca revelarán las interrogantes de un monarca. Arias Navarro está siendo burlado por los dos ministros que menos le preocupan –Osorio y Suárez–, porque quienes le obsesionan son Fraga y Areilza. No da importancia a que Osorio haya desplazado su despacho a Castellana, 5, un edificio contiguo al del presidente; separándose de él tiene las manos más libres. Esa separación física no va en detrimento del marcaje riguroso al que le somete, porque Osorio es el responsable máximo del régimen interior de Presidencia. De él depende también el Instituto de Estadística, que publica la noticia de que el coste de vida ha subido cuatro puntos, con lo que golpea a la línea de flotación del ministro de Hacienda y vicepresidente para Asuntos Económicos, Villar Mir, y le crea una situación indefendible. Arias considera a Osorio un chico ambicioso, incluso intrigante, pero en Adolfo tiene una confianza sin tacha. Cuando cese, le abrazará, y le dará las gracias con palabras que revelan a un hombre acabado y tortuosamente cándido: «Gracias, Adolfo, porque tú eres de los que no me han traicionado».

Las alfombras de palacio nunca revelarán nada. «¿Tú crees, Torcuato, que un hombre con tanta doblez es nuestro hombre?» «Por eso mismo, Majestad, por eso mismo.» (Conversación de Torcuato Fernández Miranda con el autor).

Pág. 111.

(…) Cuenta Osorio en sus infumables memorias que aceptó ayudar a Adolfo en la formación del Gobierno con la idea de ir creando un partido de la derecha democrática con un ideal democristiano. El dato apenas tiene interés porque Osorio carecía de fuste para crear nada, y menos aún un partido, cosa en extremo difícil y enojosa, dos inconvenientes que Osorio no hubiese soportado en su vida. Pero sí resulta aleccionadora la respuesta que le dio Suárez a la propuesta estratégica de Osorio: «Condición aceptada, porque en el fondo soy un democristiano».

La reacción, que no la estrategia, le retrata. Apenas dos años más tarde, ante otro personaje que ponía condiciones para seguir apoyándole a menos que se inclinara hacia la socialdemocracia, volverá a responder: «En el fondo, yo siempre he sido un socialdemócrata». Y lo del retrato no es en demérito, sino un rasgo constitutivo de su persona. A Adolfo Suárez, ya entonces, no le costaba nada ponerse en el lugar del otro.

Pág. 184.

Al presidente Suárez le desesperaba la cotidianidad de la política, ese tran-tran aburridísimo, según el cual hay que recibir a un diputado por Murcia y a un colega navarro y a otro de Badajoz, y asumir sus propuestas para que se conviertan en verdad de ley en los presupuestos. De eso había vivido ya tanto que le repugnaba. Adolfo era sobre todo un jugador. La gente entiende lo de jugador como derivado de juego, de diversión, de pasar el tiempo, y no es verdad. Un jugador de ley asume el arte de jugar como una tarea fascinante en la que se mezcla la suerte, la voluntad, la ambición y el talento. Y posiblemente, sin darle demasiadas vueltas, tenía razón, porque así ocurre en el arte, en la literatura y hasta en las altas finanzas.

​Ahora pasemos a la reflexión sobre los grandes políticos, basándonos en el texto de «Mirabeau o el político» (1927), de José Ortega y Gasset. Revista de Occidente.

Ortega y Gasset consideró a Mirabeau un arquetipo de la política y le consagrará un famoso estudio: «Mirabeau o el político». El arquetipo, no el ideal, distingue Ortega, y procede a discernir estos dos conceptos: «Los ideales son las cosas según estimamos que deberían ser. Los arquetipos son las cosas según su ineluctable realidad.»

Mirabeau es el arquetipo del político, y según Ortega «lo más característico de todo gran hombre político es la inercia de su torrencial activismo.»

Ortega realiza un retrato trazado con pluma magistral: «Si algo en este mundo tiene derecho a causar sorpresa y maravilla, es que este hombre ajeno a la cancillería y la administración, ocupado en un tráfago perpetuo de amores turbulentos, de pleitos, de canalladas, que rueda de prisión en prisión, de deuda en deuda, de fuga en fuga, súbitamente, con ocasión de los Estados Generales, se convierte en un hombre público, improvise, cabe decir que en pocas horas, toda una política nueva, que va a ser la política del siglo XIX (la monarquía constitucional), esto no vagamente y como en germen, sino íntegramente y en su detalle; crea no solo los principios, sino los gestos, la terminología, el estilo y la emoción del liberalismo democrático según el rito del Continente.» En comparación con Mirabeau, y la gran pluma de Ortega a su servicio, a nuestro Suárez le falta aún una biografía política «para adultos», porque ha sido con sus grandes aciertos y errores, su falta de preparación y su gran intuición, su servilismo primero y liderazgo después, su empatía con los adversarios y el rechazo de sus barones, su sometimiento al Rey y su desapego posterior; con todo ese bagaje no cabe duda de calificarlo como el mejor político del siglo XX español. Mirabeau y Suárez, dos arquetipos, después de breves años de «torrencial activismo» pasaron al desvanecimiento y olvido, vía guillotina física o política. Adolfo Suárez. al final de su breve carrera en el poder, concitó en su contra al Ejército, la Patronal, la Banca, la Iglesia, los adversarios de la derecha y los socialistas, los democratacristianos de su propio partido y, ─¡ay! ─ el Rey. También la grandeza de un hombre se puede medir por sus enemigos.


[1] El libro de Gregorio Morán se centra en la figura de Adolfo Suárez. Quizá el relato más completo de la Transición con la figura central de Suárez, lo constituye el libro de Pilar Urbano: «La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar» (2014). Ed. Planeta. 863 págs. Hay que tener en cuenta que Pilar Urbano estaba considerada como periodista «de la casa» tanto en Zarzuela como en Moncloa.

[2] Se trata de Mariano Rajoy. Hay que tener en cuenta que los grandes políticos, hombres de acción, raramente escriben sus memorias. Aquellos que lo hacen tratan de justificarse o despistar. Una notable excepción la constituye Manuel Azaña.

Autor:

Bernardo López-Camacho y Camacho

Dr. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
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