La trampa del Homo economicus

La tentación de la economía.

Cuando me encontraba yo mediando la carrera de ingenieros de caminos estuve considerando seriamente la posibilidad de matricularme en la Facultad de Ciencias Económicas, compaginando ambos estudios, como hacían no pocos de mis compañeros de curso. Entonces nos parecía que para «andar» por el mundo había que ser entendido en economía, la ingeniería sola no era suficiente. Menos mal que en un ataque de cordura me acordé de una máxima de nuestro don Francisco de Quevedo: «aprendiz de todo, maestro de nada», y decidí que primero tendría que terminar la ingeniería y luego ya se vería por donde ir. Y, claro, luego empezaron a mandar «las circunstancias» (que diría don José Ortega y Gasset), y no hubo lugar para disciplinarme en ciencias económicas. No obstante, quedé con la afición a la cosa económica, y he dedicado innumerables horas a la lectura de textos económicos: académicos, clásicos, ortodoxos e, inevitablemente, heterodoxos, por aquello ─fruto de la innata rebeldía─ de que las alternativas críticas a lo oficial pueden contener con frecuencia ideas interesantes, o más interesante que «lo consabido» (las buenas ideas se suelen producir en los márgenes del sistema, Keynes presente).

En mis desordenadas lecturas sobre economía enseguida tropecé con el concepto de Homo economicus. Me pareció descubrir insatisfactoriamente el juego o la trampa que llevaba consigo, como eran los casos (por ejemplo) de las mecánicas newtoniana y relativista: todas partían de unas hipótesis que parecían ajustadas para que a posteriori se obtuviesen los resultados que se pretendían obtener. Es decir, ponerse las carambolas o las hipótesis a huevo. Así, por ejemplo, había fenómenos físicos a cuyas leyes se adjudican las propiedades de continuidad y derivabilidad, cosa que venía muy bien para su tratamiento matemático, a pesar de que Blas Pascal nos advertía que la realidad es más rica que su expresión matemática. Me sirvió bastante en esta línea mi pronto contacto con la ley de Darcy y el flujo en los medios porosos, fundamentos de la hidrogeología matemática, con sus preciosas ecuaciones diferenciales en derivadas parciales de segundo orden, cuyos contrastes con la experiencia de campo producía notables desviaciones entre la teoría y la realidad, ya que un parámetro fundamental, la permeabilidad, podía variar más de diez órdenes de magnitud (situación real no salvable con el recurso a la magia, la radiestesia o los zahoríes). Total, que las hipótesis en las que comenzaban los libros de la ciencia económica me parecían más de cuento chino que ajustadas a la realidad mundanal en la que me movía.

Primeras críticas al modelo clásico.   

Constituye hoy el fantasmagórico Homo uno de los ejes centrales del debate económico, sinécdoque del discurso político de nuestro tiempo. Dice san Internet a través de su intercesora Wikipedia: «el Homo economicus es un modelo que describe a un individuo que actúa para maximizar su bienestar dadas las restricciones a las que se enfrenta, siendo este modelo ampliamente utilizado en economía y otras ciencias sociales a través de la teoría de la elección racional (…) El Homo economicus se considera racional en el sentido que el bienestar, tal como se define en la función de utilidad, es optimizado según las oportunidades percibidas. Es decir, el individuo trata de alcanzar objetivos muy específicos y predeterminados en la mayor medida posible con el menor coste posible».

Pero enseguida, la misma Wikipedia, sin dejarnos casi reflexionar, corre a advertirnos: «Solo aplicaciones ingenuas del modelo homo economicus suponen que esta persona hipotética sabe lo que es mejor a largo plazo para su salud mental y física y puede asegurarse que tomará siempre la decisión más correcta para sí mismo». Los supuestos del Homo economicus han sido ampliamente criticados por eminentes economistas y, sobre todo, por sociólogos y antropólogos. Los economistas (Thorstein Veblen, Keynes, etc.) critican el concepto del Homo por ser un actor con demasiada comprensión de la macroeconomía y previsión económica a la hora de tomar decisiones; hacen hincapié en la incertidumbre y en la racionalidad limitada. Por su parte, Ludwig von Mises, de la Escuela Austriaca de Economía señala que «el modelo Homo economicus es aplicable al empresario, que busca obtener el mayor beneficio posible, pero no al consumidor o al acto de gastar». Cabría añadir por nuestra parte que tampoco von Mises parece que ha conocido a empresarios no movidos exclusivamente por intereses monetarios, pues las realidades sociales son más amplías que la que suelen describir los libros de economía.

En cuanto a los antropólogos, un estudio realizado en 15 sociedades humanas con una gran variedad económica y cultural demostró que el modelo no se cumplía en ninguna de ellas. Y los sociólogos señalan que el modelo ignora los orígenes de los gustos que provienen de influencias sociales, de formación, de educación y otras similares. En definitiva, ¿para qué sirve abrir los libros de economía definiendo un sujeto que se sujete (valga la redundancia) a las reglas establecidas de antemano alejadas en muchas ocasiones de la realidad? En el mejor de los casos estos supuestos son meras aproximaciones. Los sociólogos, en su crítica, prefieren explicaciones estructurales antes que basadas en la acción racional de los individuos.

A las críticas se viene a sumar Tony Judt, reconocido historiador británico, socialdemócrata, defensor del Estado de bienestar, en su libro (breve pero muy interesante) Algo va mal (2010): «En 1905, el joven William Beveridge ─cuyo informe de 1942 sentó las bases del Estado de bienestar británico─ pronunció una conferencia en Oxford en la que se preguntó por qué la filosofía política había sido oscurecida en los debates públicos por la economía clásica. La pregunta de Beveridge no ha perdido un ápice de vigencia en la actualidad. No obstante, este eclipse del pensamiento político no guarda relación alguna con los escritos de los grandes economistas clásicos (…) El marqués de Condorcet, uno de los autores más perceptivos sobre el capitalismo comercial durante sus años tempranos, previó con disgusto la perspectiva de que la libertad ya no sea, a los ojos de una nación ávida, más que la condición necesaria para la seguridad de las operaciones financieras. Las revoluciones de aquella época corrían el peligro de fomentar la confusión entre la libertad para hacer dinero…y la propia libertad». Cosa que ahora aparece con aires de sainete en el gobierno de la comunidad de Madrid.

Sigue Judt: «Nosotros también estamos confusos. El razonamiento económico convencional (…) describe el comportamiento humano en términos de ‘elección racional’. Todos somos, afirman muchos textos convencionales, criaturas económicas. Perseguimos nuestros intereses (definidos como la maximización del beneficio económico) con una referencia mínima a criterios extraños tales como el altruismo, la abnegación, los gustos, los hábitos culturales o las metas colectivas. Provistos de la suficiente información correcta sobre los mercados ─tanto de los reales como las instituciones en las que se compran y venden acciones y bonos─ tomaremos las mejores decisiones posibles para nuestro beneficio individual y colectivo.»

Concluye Judt:»No podemos seguir evaluando nuestro mundo y las decisiones que tomamos en un vacío moral. Incluso si pudiéramos estar seguro de que un individuo racional suficientemente bien informado y consciente siempre opta por sus mejores intereses, seguiríamos teniendo que preguntarnos cuáles son esos intereses. No pueden inferirse de su comportamiento económico, pues en ese caso el argumento sería circular. Tenemos que preguntarnos qué quieren las personas y en qué condiciones pueden satisfacerse esas necesidades.

Conclusión: la economía como instrumento de conocimiento. 

En primer lugar, nuestra insatisfacción por las hipótesis de partida de muchos textos de economía convencional, que son circulares y ajenas a otras consideraciones fuera de intereses meramente pecuniarios, lo que no es el mundo real sino su caricatura. También la soberbia de muchos economistas que no guardan consideración con lo que no son economistas (y, a ser posible, de su cuerda ideológica).

Por último, la pretensión de considerar la economía como una ciencia exacta y «establecida». Ortega decía que «la realidad no es exacta, solo las fantasías son exactas; luego las ciencias son fantasías exactas». Joaquín Estefanía en su reciente libro sobre Keynes Las posibilidades económicas de nuestros nietos (2015), en los que recopila éste y otros textos de Keynes, comenta: «Alfred Marshall (maestro de Keynes) calificó la economía moderna de organon, concepto griego que significa «herramienta», para indicar que más que un conjunto de verdades era un «motor de análisis» y un instrumento que nunca sería absolutamente perfecto, sino que requeriría de continuas mejoras, adaptaciones e innovaciones. Keynes le sigue en esta idea al calificar la economía como «un aparato de la mente» cuyo cometido, como cualquier otra ciencia, era analizar el mundo moderno y aprovechar al máximo sus posibilidades. 

Post Scriptum

Después de redactar el texto de suso he visto un par de trabajos en el blog www.acuademia.com que inciden en el mismo tema, pero quizá de mejor manera y con mayor fortuna. Me refiero a las entradas Un fantasma recorre la economía capitalista: el Homo economicus, de Aquilino de la Parra; y ¿Por qué las medidas económicas que resuelven una gran crisis no sirven para la siguiente?, de la que es autora La Donça de Clés, que plantea su trabajo en forma de diálogo con Gregorio Villegas, lo que no es otra cosa que una forma clásica de presentar los temas de pensamiento desde Platón.

Autor:

Bernardo López-Camacho y Camacho

Dr. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
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