Lecturas navideñas 1923-24: del agua y otras fruslerías

El frio propio de estas fechas nos recluye con lecturas estimulantes. Acabo de leer Pensar el siglo XX (2012, ed. Taurus), obra póstuma de Tony Judt (judío, inglés, liberal/socialdemócrata, autor de la monumental obra Posguerra: una historia de Europa desde 1945, fallecido en 2010 por ELA) en conversaciones finales con Timothy Snyder (norteamericano, profesor de Yale, alumno suyo que fue). Tratan de lo divino y lo humano en cuestiones político/sociales/culturales/en suma: intelectuales/ del siglo pasado. Se recorren sus páginas con interés revisando cuestiones tales como el Holocausto y su influencia política en Europa y EEUU, que llega hasta nuestros días (guerras en Oriente Medio); la historia política de la Europa Central y del Este, así como sus relaciones con la moral y el libre mercado a la caída del comunismo; etc. A la altura de la página 342 los autores tocan el agua:

Snyder: «… Si yo pido agua en el café de la esquina, el camarero quiere saber qué tipo de agua embotellada quiero. Todos tenemos que beber agua. El agua es muy importante. Nos bañamos en ella, queremos que esté limpia. Pero no hay razón ninguna para que el agua tenga que embotellarse. En realidad, es bastante perjudicial. A los niños les salen caries por falta de flúor. Para hacer las botellas tienes que usar petróleo, y al importar agua de otros continentes estás vertiendo petróleo en el océano. Y todo esto devalúa el bien público, que es el agua del grifo, que ya habíamos logrado tener a nuestra disposición».
Judt: «Este es un defecto de cualquier economía de mercado. Marx ya observó la fetichización de los artículos en el siglo XIX, y no fue el primero. Carlyle también lo había hecho.
Pero yo creo que es una consecuencia concreta de nuestro culto actual a la privatización: la impresión de que lo que es privado, lo que se paga, es de alguna manera mejor precisamente por esa razón. Se trata de la inversión de un supuesto que había sido compartido en los dos primeros tercios del siglo, y ciertamente en los cincuenta años que median entre la década de 1930 y la de 1980: el de que ciertos bienes solo podían suministrarse adecuadamente a través de un sistema colectivo o público y eso precisamente los hacía mejores.
La transformación de nuestras sensibilidades en este aspecto ha producido todo tipo de efectos secundarios. Cuando la gente dice: «Yo preferiría comprar el producto privado y no tener que pagar impuestos por el público», lógicamente se hace más difícil gravar un bien público. Esto supone una pérdida para todos, incluso para los muy ricos, porque sencillamente el Estado puede hacer mejor y de forma más barata ciertas cosas que cualquier otra entidad. La familia de la comunidad cerrada de la que hablábamos [en páginas anteriores] puede beber agua embotellada, pero cocina, limpia y se baña con agua del grifo pública, un suministro que a ninguna compañía privada le resultaría rentable sin contar con unas garantías y unas subvenciones públicas a los precios.»

El autor: Aquí me permito intervenir ─humildemente, claro─ de forma imaginaria en la conversación entre Snyder y Judt, con todo respeto. Digo, que a las compañías privadas sí le interesa el negocio del abastecimiento trasladando aumentos de costes y márgenes de beneficios a los ciudadanos, que quedan «capturados» por las habilidades comerciales y negociadoras del sector privado (el sagrado «libre mercado») frente a los poderes públicos. Incluso en algún caso, manteniendo la titularidad del suministro por una empresa pública (caso del Canal de Isabel II en la Comunidad de Madrid), se reparten «acciones» de la empresa pública entre las administraciones regionales y locales para hacerles llegar «dividendos», sobre unos supuestos beneficios que pagan ─naturalmente─ los ciudadanos como un impuesto más. Se da la circunstancia de que la Administración regional aprueba las tarifas de las que obtiene dividendos, una curiosa forma de «gestión circular». Se trata de una jugarreta política para fidelizar a los directivos a una determinada opción política, con engaño a los ciudadanos de a pie. Pero volvamos a la conversación entre los autores del libro citado al principio.

Sigue Tony Judt: «Esto nos lleva a una pregunta que se plantearon los economistas y teóricos sociales de principios del siglo XX. ¿Hasta que punto es legítimo para un gobierno decir sencillamente que es mejor que el suministro de determinado bien o servicio sea público? ¿Cuándo es correcto crear un monopolio natural público? Pero desde 1980 aproximadamente, la cuestión se ha planteado de forma diferente: ¿por qué deberían existir monopolios públicos? ¿Por qué no debería ser todo susceptible de beneficios? Este es el recelo visceral hacia cualquier monopolio público que en principio podría hacerse privado, con el que vivimos, o llevamos viviendo, los últimos veinticinco años. Y yo no creo, por cierto, que esto vaya a cambiar a causa de la hiperpublicitada crisis del capitalismo por la que ahora estamos pasando. Creo que lo que vamos a ver más es la aceptabilidad del gobierno como regulador, pero no como monopolizador de ciertos bienes y servicios.»

Snyder: «El agua constituye un ejemplo particularmente llamativo para mí, porque muestra hasta qué punto puede degenerar la civilización y no obstante creer que se avanza haciéndolo todo privado. La ética de que si entras en un sitio y pides un vaso de agua te lo deberían dar ha quedado añeja. Y la versión moderna de esto, que durante casi toda mi vida ha prevalecido en este país, era que había fuentes en lugares públicos. Unas fuentes que ahora poco a poco van desapareciendo.»

Judt: «Lo mismo ocurre con otros avances de la civilización, más recientes, pero que hasta este último cuarto del siglo XX también se habían dado por supuestos. Lo estadounidenses ya no se acuerdan de haber tenido un buen transporte público, aunque en muchos sitios antes era así. En Gran Bretaña se puede ver como la privatización de los transportes cambia a la sociedad. Los autobuses de la Green Line hicieron de mí un londinense, un chico inglés, quizá tanto como el colegio.

Hoy en día los chicos en Londres no cuentan con nada parecido. Cuando yo era joven, iba en los autobuses de la Green Line al colegio. Aparte de bien cuidados y agradables, sus rutas definían una ciudad. En la actualidad, la propiedad y la gestión de los autobuses de la Green Line está en manos de Arriva, la peor de las empresas privadas que hoy se encargan de proveer de servicios de trenes y autobuses a los habitantes de la periferia. Su objetivo principal parece consistir en conectar a los aislados ciudadanos de las afueras con enormes centros comerciales, a menudo sin ningún sentido de la lógica geográfica urbana. No hay ninguna ruta a través de Londres.»

Hasta aquí el fragmento de conversación de Judt y Snyder que se extiendes a lo largo de 377 páginas tocando casi todos los temas que hoy preocupan a los ciudadanos. Pero no queremos terminar sin recoger unas últimas palabras de Tony Judt, quizá una última reflexión del historiador de la Europa de la posguerra a modo de despedida intelectual (página 365):

Judt. «…los grandes vencedores del siglo XX fueron los liberales del siglo XIX, cuyos sucesores crearon el Estado del bienestar en todas sus posibles formas. Ellos consiguieron algo que, todavía en la década de 1930, parecía casi inconcebible: forjaron unos Estados democráticos y constitucionales fuertes, con una fiscalidad alta y activamente intervencionistas, que podían abarcar sociedades de masas complejas sin recurrir a la violencia o la represión. Seríamos unos insensatos si renunciásemos alegremente a este legado.

De modo que la elección a la que nos enfrentamos en la siguiente generación no es entre el capitalismo o el comunismo, o el final de la historia y el retorno de la historia, sino entre la política de cohesión social basada en unos propósitos colectivos y la erosión de la sociedad mediante la política del miedo.

Autor:

Bernardo López-Camacho y Camacho

Dr. Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
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