Cuando nos adentramos ya más de veinte años en el siglo XXI, resulta inevitable echar una mirada retrospectiva a los sucesos políticos acaecidos en nuestro país desde principios del siglo XX, sobre todo los vividos directamente en su segunda mitad, y los leídos en libros de historia y escuchados a los que vivieron las décadas anteriores. No nos valen las palabras de un pensador ya fallecido (lamento no recordar ahora su nombre) que vino a decir que «la historia de España es una triste historia porque siempre acaba mal». Afortunadamente no ha sido así en el último cuarto del siglo XX, que es de lo que trataremos a continuación.
Pero antes haremos una revisión política, utilizando necesariamente un gran angular. Después del llamado «desastre de Cuba» de 1898, la fantasmagoría de la Restauración (hasta 1923), la dictadura de Primo de Rivera (1923-1930), la ilusión primero y el fracaso después de la Segunda República (1931-1936), y la malhadada guerra civil (1936-1939), con el fracaso radical de una generación de españoles, se desembocó en los largos años de dictadura o régimen autoritario del general Franco (1939-1975). Fue a partir de 1976, cuando advino un fogonazo de lucidez a los españoles: la llamada transición democrática (1976-1981), a las que nos referiremos en las líneas que siguen. El espacio de lucidez fue seguido por la concordia y la paz entre españoles, así como del progreso económico y social. Lo que nos hace recordar el programa político de don Manuel Azaña, su desiderátum político: «la acción del Estado para la elevación moral y material de los españoles».
Desde nuestra atalaya actual pretendemos retener unas palabras sobre el periodo de la llamada «transición política», con las reflexiones de los políticos que protagonizaron ese periodo, destacando de entre todos ellos a Adolfo Suárez, a quien tanto se debe y poca justicia se le hace. Para combatir la desmemoria(*), nos basaremos en el texto de Adolfo Suárez. Biografía política (2011), Ed. Planeta), del que es autor Juan Francisco Fuentes, catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid (págs. 534-535):
«La visión de la historia y, en particular, de la guerra civil que tenían Adolfo Suárez, Landelino Lavilla, Abril Martorell, Marcelino Oreja, Martín Villa, Rafael Arias-Salgado, Calvo Sotelo, etcétera, era exactamente la contraria de la de aquella generación de jóvenes agitadores de los años treinta que, por decirlos en palabras de uno de ellos ─ Agustín de Foxá─, vivió la guerra «como una novela de adolescencia», llena de aventuras y sucesos memorables. Aquellos fueron, dirá María Teresa León, la mujer de Alberti, «los mejores años de nuestra vida». No es casualidad que fuera precisamente un intelectual de aquella generación, José Bergamín, quien, a sus ochenta y seis años, poco antes de morir en España bajo un Gobierno elegido democráticamente, invocara el cainismo purificador de los viejos tiempos: «Desengáñate ─le dijo al escritor Fernando Savater─, lo que este país necesita es otra guerra civil, pero que esta vez ganen los buenos». Lo decía, según Savater, «sin pestañear y sonriendo de medio lado». Por fortuna el tiempo había convertido en una simple boutade un mito apocalíptico que, en la década de los treinta, y en épocas anteriores, tuvo numerosos seguidores entre gentes de la más diversa condición. El éxito de la transición consistió en el triunfo de un sistema de valores que desterraba el nihilismo de otros tiempos y establecía formas razonables y duraderas de convivencia. Ver para creer. «Lo que hace un año parecía imposible, casi un milagro, salir de la dictadura sin traumas graves, se está realizando ante nuestros ojos». Así lo reconoció el diputado comunista y dirigente de CC.OO. Marcelino Camacho cuando las Cortes aprobaron la Ley de Amnistía el 14 de octubre de 1977.
Frente a la atracción por el abismo que los intelectuales han sentido con una rara frecuencia, los dirigentes políticos y sindicales, incluso algunos protagonistas de la guerra civil, llegaron a la hora crítica de la transición con la lección bien aprendida. «Lo que los comunistas queremos de todo corazón ─declaraba Santiago Carrillo en la campaña electoral de 1977─ es que en España no vuelva a haber una guerra civil.». Que estas fueran sus primeras palabras al dirigirse a los electores por televisión indica el valor programático que el PCE otorgaba a la reconciliación, como si fuera la profilaxis imprescindible para cualquier operación política ulterior. Hasta para la mayoría de los militares franquistas de la generación de la guerra la idea de volver a las andadas representaba una infranqueable línea roja, que obligaba a dar un paso atrás ante ciertas tentaciones involucionistas. Cuando en la noche del 23-F Milans del Bosch le explicó al general Quintana Lacaci los motivos de su sublevación; el capitán general de Madrid apeló a un argumento que en muchos otros casos resultó decisivo: «Jaime, eso es la guerra civil, y tu y yo ya la hemos hecho».
Muchos de quienes dedicaron los últimos años de su vida a trabajar por la reconciliación no vivieron para verla, pero sin la aportación de los Prieto, Ridruejo, Marañón, Giménez Fernández o Araquistáin no se entendería el espíritu que hizo posible la transición a la democracia. «Los españoles ─escribió el último de los personajes citados, poco antes de morir en el exilio─ hemos necesitado cuatro guerras civiles para llegar a la conclusión de que fueron inútiles y absurdas». Ya era hora».
Pero las anteriores líneas han perdido entre la cabalgada al protagonista principal de la historia, el presidente del Gobierno Adolfo Suárez (1976-1981), su orto y ocaso, su acoso por su propio partido en primer lugar, y también por generales, empresarios, partidos de la oposición, obispos y el propio monarca. Es de justicia recuperarlo. Volvamos, pues a una página anterior (553) de la obra del profesor Fuentes:
«En un mundo tan meritocrático de altos funcionarios y brillantes profesionales, como era la clase política del tardofranquismo y la transición, no le fue fácil admitir entre los suyos a alguien como Adolfo Suárez. Lo aceptó al principio como peaje insoslayable a las intrincadas y turbias realidades de la política y porque los sorprendentes éxitos de su primer año le hicieron acreedor a un amplio margen de confianza. Cómo no reconocer su entusiasmo contagioso, su serenidad en los momentos más difíciles, su carisma personal y el acierto de sus grandes decisiones. Adolfo era un «hombre fuera de serie en circunstancias adversas», un «animal político relevante», según la opinión expresada en privado, en marzo de 1979, por el intelectual falangista Jesús Fueyo. Pero en el fondo no iban tan errados quienes le consideraban un actor excepcional para momentos excepcionales, que mostró todas sus carencias cuando tuvo que pasar de esa trepidante secuencia histórica que fue la transición, llena de riesgos y sobresaltos, interpretar la cotidianeidad política de una democracia que tendía a normalizarse. También fue la víctima del desencanto cuando la política española derivó hacia la administración rutinaria de unas libertades poco a poco asentadas, que requerían un presidente más sedentario y menos aficionado a las emociones fuertes, capaz de aguantar en su sitio un Consejo de ministros entero, por largo y tedioso que le pareciera. Indudablemente aquello no era para él. Las virtudes privadas de un político imaginativo y audaz, a menudo brillante, se convirtieron en los vicios públicos de un gobernante denostado por todos.
Uno de sus mejores ministros, Rodolfo Martín Villa, sitúa la plenitud de su papel histórico en la apertura de las Cortes Constituyentes en julio de 1977, un momento que Adolfo vivió como el gran logro de la transición, y en cierta forma el suyo personal. Pocas veces se le recuerda tan radiante. Cuarenta y un año después del último pleno de las Cortes de la Segunda República, las elecciones del 15 de junio habían hecho posible que se reunieran allí, reconciliadas, las dos Españas de 1936 en las personas de algunos de sus protagonistas o de sus descendientes: Rafael Alberti, Dolores Ibárruri, Leopoldo Calvo-Sotelo ─sobrino del «protomártir»─, Marcelino Oreja ─hijo de un diputado tradicionalista asesinado en 1934─, Juan Manuel Fanjul ─hijo del jefe de la sublevación militar en Madrid─, Santiago Carrillo, Juan Ajuriaguerra … «Por eso ─dirá años después Adolfo Suárez─, las mejores elecciones eran las primeras elecciones, las que abrían el camino a la democracia». Por una vez, se trata de una frase suya, añadida de su puño y letra a un texto que le había escrito, como casi siempre, Eduardo Navarro».
Para finalizar: ¿qué queda de ese espíritu de concordia de 1977, cuando en la actualidad (mayo de 2022) hay ─por ejemplo─ políticos, medios de comunicación, redes sociales y «ricos cabreados» que no pueden citar al presidente del Gobierno (como representante de un poder institucional) sin añadir delante o detrás de su cargo o su nombre un insulto ad hominem? También, ¿en qué ha derivado el Estado de las Autonomías, cuando varios de sus presidentes o presidentas se dedican al tiro de pin-pan-pun contra el Gobierno del Estado? ¿Será posible que volvamos a los tiempos donde solo se contemplaba la eliminación del adversario político? ¿Es posible que detrás de toda esa parafernalia solo exista un afán de medro y de lucro? En conclusión, ¿habremos entrado de nuevo, ahora en 2022, en una «gran desmemoria» de las enseñanzas de la Transición: el respeto al otro y a la democracia?
(*) Pilar Urbano (2014): La gran desmemoria. Lo que Suárez olvidó y el Rey prefiere no recordar (Ed. Planeta, 863 págs.). Se trata quizá del mejor relato sobre Adolfo Suárez y la transición política.