A los que hicimos el Bachillerato en la década de los años 50, en una edad de entre 9 y 16 años, consistente en 6 cursos con dos (extrañas) reválidas en 4º y en 6º, y un curso preuniversitario raro y poco útil; digo que a los que hicimos el Bachillerato en dicha década nos enseñaron una Historia de España peculiar. En varios sentidos: en primer lugar, porque se centraba en la antigüedad (aún recuerdo, por ejemplo, lo de Galba, Otón y Vitelio como emperadores romanos ─inanes─ todos ellos del año 69 después de Cristo y de Nerón, todos asesinados, y así) y nos cogía el fin de curso en la Guerra de Independencia frente a Napoleón y los franceses; o sea, nada del siglo XIX y menos aún del XX, porque estaba cerca todavía la Guerra Civil y.…); en segundo lugar, porque la Historia de España tenía como vecinas las asignaturas de Formación del Espíritu Nacional (que los chicos simplificábamos a Política, a secas) y a la Religión, con su historia sagrada (muy milagrera) y sus ritos de misas, confesiones y comuniones. En resumen, que nos inculcaban la idea que la Historia de España era una decadencia de siglos. España había sido grande, muy grande, dominando el universo mundo en el siglo XVI, pero desde el final del reinado de Felipe II y la derrota por los elementos de la Armada Invencible, España no había hecho otra cosa que decaer, sin levantar la cabeza. Decadencia que se extendía por siglos y siglos. En el Hogar de Falange nos decían que el Imperio nos volvería por los caminos del mar (consigna con la que dibujábamos un mural con unas preciosas carabelas, con grandes cruces cristianas en las velas), y aquello que no acabábamos de entender de «Por el Imperio hacia Dios». En cuanto a la Acción Católica nos venían a decir que la decadencia de España se debía a las ideas de la masonería y la ilustración, que eran enemigas del catolicismo, única religión verdadera. Y un párroco (jomeinista) nos venía a decir que un tal Darwin sostenía que el hombre desciende del mono; y se dirigía a los chicos preguntando: ¡niños!, ¿acaso vuestro abuelo es un mono? A lo que los chicos horrorizados gritábamos: ¡no, mi abuelo no es un mono! Claro que, a finales de los 50 y antes del Plan de Estabilización de 1959, podíamos ver con nuestros propios ojos que las calles estaban con más pobres de pedir que nunca antes habíamos visto, lo cual achacábamos a la decadencia secular, uno de cuyos ingredientes fundamentales eran «los malos políticos», por supuesto antes de la llegada del Caudillo, ¡que no era un político!
Después, cuando crecimos, seguimos interesados por el tema y comenzamos a leer a los historiadores y pensadores. Volvimos a encontrarnos con la dichosa decadencia secular y los malos políticos. Por ejemplo, Lucas Mallada, en Los males de la Patria (1890) destacaba «como cualidades que adornan a los políticos españoles, la más crasa ignorancia, la osadía, el espíritu de discordia y rebeldía, su inmensa soberbia, la veleidad y ligereza, su aturdimiento, la ingratitud y la doblez, su ambición ilimitada. En resumen, una nación desventurada, que tiene en su base un pueblo de alucinados hambrientos y a su frente a políticos dedicados a provocar y devolver violentos ataques, sostener utopías y delirios, socavar honras ajenas, embrollar las cuestiones, aprovechar descuidos, proyectar conjuras, triturar al adversario». Pocos pensadores de las generaciones de 1898 (la del desastre), y de 1914 (los de la edad de plata cultural), escaparon del fórceps de la decadencia secular; incluso (¡ay!) la lumbrera de Ortega. Nos pudimos preguntar, ¿pero, escapó alguien del pie forzado? Pocos, muy pocos, citaremos un par de casos.
Don Juan Valera y Alcalá Galiano (1824-1905), embajador, escritor y político, de grande inteligencia y sentido de la ironía, dejó escrito: «Todos convienen en que España ─escribía Valera en 1876─ social, política y económicamente considerada, está bastante mal. Salvo Turquía, quizá no haya en Europa otro pueblo que en esto nos gane. En punto a estar mal, somos una potencia de primer orden». Y Manuel Azaña, cuya tesis de doctorado versó precisamente sobre Juan Valera, criticaba en 1923 los textos de los regeneracionistas con su insistencia en la decadencia ylos males de la Patria: «La descripción es cabal; en el museo de las ruinas no falta ni una pieza (…). Pocos países habrán ergotizado sobre su suerte tanto como España, devanando hipótesis estériles sin morder nunca en la acción». Y añade una curiosa profecía: «Todo Costa es, seguramente, realizable el día menos pensado, sin que desaparezcan ninguna de nuestras aspiraciones actuales». (Las «aspiraciones actuales» a las que se refería Azaña se basaban, por cierto, en la «acción» por parte del Estado para modificar las condiciones existentes en la sociedad española, tanto en los aspectos materiales como en los culturales). En resumen, llegamos a la edad de pensar con una visión sumamente negativa de la historia de España desde el siglo XVI, solo salvada al final del siglo XX por el régimen de Franco, bajo palio y con su invicta espada. Santos Juliá (1940-2019), sociólogo e historiador, describe este proceso en un magnífico artículo de imprescindible lectura: Anomalía, dolor y fracaso de España (1996), recogido en el libro Hoy no es ayer (recientemente editado en 2024). Juliá nos indica que la historiografía reciente ha sometido a revisión todo lo anterior, destacando la rama de la historia que más ha aumentado últimamente: la historia económica. Por ejemplo: Juan Pablo Fusi y Jordi Palafox (1997): España: 1808-1996. El desafío de la modernidad; Gabriel Tortella (1994): Desarrollo de la España Contemporánea. Historia económica de los siglos XIX y XX. La historia económica viene a demostrar que el desarrollo de España en el siglo XX, aunque lento, no ha sido diferente de los países de nuestro entorno, con los retrocesos de la guerra civil y la dictadura hasta 1959. Concluye Juliá en el artículo citado: «Y del mismo modo que las gentes del 98 y sus inmediatos herederos inventaron una España rural, moribunda, fracasada, desviada de la corriente principal de la civilización europea, nosotros hemos inventado una España liberal, que quizá creció a un ritmo inferior al deseado, pero que, a pesar de ello, pertenece desde siempre a la civilización europea y dispuso de instituciones homologables a las de nuestros más cercanos vecinos. La pregunta que se formulaba al comenzar los años ochenta no era por qué había fracasado España, sino por qué había tenido éxito. Para responderla, se abandonó sin más ruido ni alboroto la representación desdichada de nuestro pasado. Queda por ver que nos depara el futuro, porque de todo este viaje sólo una cosa parece segura: que la representación del pasado cambia a medida que se transforma la experiencia del presente».