A mis compañeros de Bachillerato de 1956 y a nuestro maestro don Cristóbal
Abril de 1956. Colegio de don Cristóbal. Teníamos 13-14 años y nos encontrábamos en el cuarto curso del Bachillerato de entonces. En el curso éramos un total de 25 alumnos y alumnas.
Aquel jueves había amanecido un día espléndido de primavera. La sangre nos hervía. Cuando poco antes de las nueve llegamos al colegio, entre unos cuantos comenzamos a poner en marcha la conspiración; es decir, ver cómo nos podíamos escapar para ir a jugar un partido de fútbol, nuestra pasión. Como el día siguiente era primer viernes de mes, enseguida urdimos un plan.
Una comisión fue a ver a don Cristóbal para decirle que nos gustaría ir a la «parroquia» a confesar para, al día siguiente, poder tomar la comunión del primer viernes de mes. Don Cristóbal se quedó un momento reflexionando. Ahora pienso que nuestro maestro (así le llamábamos aunque era el director) consideraría que no se podía oponer a tal petición, pues corría el riesgo de enfrentarse a maledicencias entre las personas que siempre andan al acecho para encontrar descalificaciones respecto a la moral de los demás. También pienso ahora que nos había salido una buena trampa (saducea dirán algunos) y que, no obstante, don Cristóbal se daba cuenta perfecta de nuestras trastada, pero que, como buen psicólogo que era, también consideraba que era bueno que nos desfogáramos.
A las doce salimos del colegio de la calle del Obispo excitados y gozosos. Por la calle Ancha nos dirigimos hacia la parroquia, que es como se designaba en el pueblo a la iglesia de la Asunción. Pero la pasamos de largo, tomando por la calle del Carmen hasta la esquina con la calle de las Monjas. Allí la alegre troupe, compuesta por unos doce chicos, hicimos un alto para que Teodoro Rincón se acercase a su casa a recoger el balón de fútbol (¿de reglamento?), auténtico protagonista y objeto de nuestros deseos. La posesión del balón le daba a Teodoro cierta preeminencia entre los compañeros de la partida.
Reintegrado Teodoro al grupo seguimos ─más corriendo que andando─ hasta el final de la calle del Carmen, dejando a nuestra izquierda la ermita de San Blas, tomando el camino de Membrilla y, después de un ligera curva descendente, entrar triunfalmente en una era empedrada y rodeada en parte por unas tapias, nuestro campo de fútbol. No recuerdo bien si «echamos pies» con su protocolo de «monta y cabe» para elegir los miembros de los equipos alternadamente (vid internet) o, por el contrario, Teodoro, imponiendo el privilegio de ser el dueño del balón, eligió en primer lugar a su equipo.
Lo peor fue cuando poco antes de las tres y media de la tarde volvimos al colegio, después de haber vivido unas horas de radiante sol y gozosa plenitud física. Don Cristóbal, enterado de nuestra hazaña, nos esperaba componiendo un gesto serio, como correspondía a nuestra acción de haber eludido la confesión con engaño. A medida que íbamos llegando y mientras esperábamos la correspondiente filípica, sin decir palabra cogíamos un libro y nos colocábamos en el pasillo del aula que hacía de «estudio» y, otorgándonos a nosotros mismos el correspondiente castigo, nos íbamos colocando de rodillas. Don Cristóbal nos miraba por encima de las gafas, al principio intrigado por nuestra maniobra y, después, se le podía percibir una leve sonrisa. Cuando estaba la partida completa de rodillas, nos recriminó durante unos minutos llamándonos, entre otras cosas menos llamativas, «mostrencos», no sin algo de razón. Pero después de un corto rato nos mandó que atendiésemos a nuestro horario habitual de clases.
Cuando terminó el «estudio» a las ocho de la tarde, disciplinadamente fuimos a la «parroquia» a confesar, pues una cosa era jugar un partido de fútbol y otra distinta no cumplir con las obligaciones religiosas. Para la confesión nos inclinamos por ir a la capilla del Carmen donde tenía su confesionario el padre Cristino, que era expeditivo y no se paraba en minucias. Conclusión: aprendimos de don Cristóbal una serie de enseñanzas que nos han acompañado a lo largo de los años: aunar la creatividad con la responsabilidad; los grandes ideales surgidos en la adolescencia con el goce por la vida; la disciplina con la tolerancia; cuestiones todas ellas difíciles de equilibrar, como sucede con las cosas que en la vida merecen la pena.